lunes, 21 de octubre de 2013

Evaluación del aprendizaje: Evaluación escolar: orientación y sentido.

Evaluación escolar: orientación y sentido.


Tomado de:” Las concepciones que orientan las prácticas evaluativas de: Los profesores: un problema a develar”. Marcia Prieto, Gloria contreras. Estudios Pedagógicos XXXIV, Nº 2, 2008.

 De acuerdo a los planteamientos actuales, la evaluación es un proceso complejo orientado a recoger evidencias respecto del aprendizaje de los estudiantes de manera sistemática para emitir juicios en pos de un mejoramiento tanto de la calidad del aprendizaje como de la enseñanza. Este proceso se apoya en dos elementos fundamentales: los criterios de evaluación y la recolección de información. Respecto de este último, la información puede ser recogida tanto a través de instrumentos formales (pruebas escritas, trabajos, disertaciones, etc.) como informales, dado que el profesor puede obtener evidencias respecto de los aprendizajes de los estudiantes a través de la simple observación de las interacciones acaecidas cotidianamente en las aulas.

Aun cuando la evaluación representa un proceso sustantivo del proceso educativo, no ha alcanzado el mismo rango de centralidad que han tenido, por ejemplo, los aspectos curriculares. Si bien en la actualidad es posible observar un cambio en este sentido, ello ha acontecido como resultado de una necesidad ajena a la preocupación por mejorar los aprendizajes y la formación de los estudiantes. De hecho, su relevancia obedece más bien a aspectos relacionados con “la certificación y legitimación de conocimientos y la convalidación de un mínimo de aprendizajes curricularmente previstos” (Palau de Mate 2005). Esta situación ha tenido como resultado que la evaluación ha transformado el debate educativo desde ser un problema conceptual hacia convertirlo en un problema técnico y de control (Díaz Barriga 1993).

En efecto, la mayoría de las prácticas docentes se han  estructurado en función de la evaluación, pero privilegiando la reproducción y control del conocimiento de los estudiantes, en desmedro de su producción o construcción y/o del desarrollo de sus habilidades cognitivas superiores. Así lo confirman los resultados de algunas investigaciones que concluyen que las concepciones que orientan las prácticas evaluativas de los profesores corresponden a enfoques mayoritariamente instrumentales y memorísticos que priorizan los resultados alcanzados en términos del rendimiento, la capacidad reproductiva y esfuerzo individuad (Stiggins 2004); Celman 2005). Esto ha significado una reducción del proceso evaluativo al otorgarle el sentido de simple comparación de respuestas según correspondan o no a lo transmitido por el profesor o el texto (Litwin 2005). Sin embargo, el sentido de la evaluación es bastante más comprehensivo que esto, por lo que es necesario analizarlo.

Sentido de la evaluación.  El sentido de la evaluación desde una perspectiva didáctica se asocia, según algunos autores, a la emisión de juicios valorativos sobre el trabajo y acciones de los estudiantes, construidos desde los marcos axiológicos y epistemológicos del profesor y en el que confluyen, por tanto, aspectos subjetivos. Para otros, incluye también revisar y plantear interrogantes a los profesores acerca de sus prácticas (Celman 2005); (Litwin 2005); (Darling-Hammond 2001); (Eisner 1994). No obstante lo anterior, la evaluación sigue siendo considerada, mayoritariamente, como un proceso desvinculado de la enseñanza y destinado simplemente a medir, acreditar o certificar los resultados de aprendizajes y, por lo tanto, como un “acto final desprendido de las acciones propias de la enseñanza y el aprendizaje” (Celman 2005). Desde esta mirada, la enseñanza se reduciría a un proceso lineal de entrega de insumos y obtención de productos y el aprendizaje estaría referido a un simple proceso de acopio de datos e informaciones, para ser reproducidas lo más fielmente posible, asumiendo que todo lo que se enseña se aprende (Santos Guerra 1996). El sentido de la evaluación, de este modo, estaría centrado en la medición del logro de objetivos curriculares, a partir de instrumentos que permitieran verificar de manera empírica los objetivos alcanzados por el estudiante (Bliem et al., 1997).

Este sentido instrumental y supuestamente objetivo representa una visión restringida del proceso evaluativo, pues revelaría aspectos parciales del nivel de aprendizaje del estudiante, esto es, sólo permitiría conocer qué sabe, pero no proporcionaría información respecto de qué forma lo sabe, por qué lo sabe, qué no sabe o por qué no lo sabe. La evaluación, desde este enfoque, se convierte en un fin en sí misma, en una medida de control y en un instrumento punitivo, que ignora las peculiaridades de cada estudiante y que tiene como propósito comprobar el aprendizaje para otorgar una calificación que sólo indica cuánto sabe el estudiante. Es decir, la evaluación se remitiría sólo a ‘contar’ los aprendizajes (Stiggins 2006).

Por el contrario, la mirada más inclusiva establece que la evaluación, como ya se ha señalado, no sólo proporciona información respecto del nivel de aprendizaje de los estudiantes, sino que suministra, también, indicios empíricos acerca de la eficacia de la enseñanza (Jackson 2002). Por lo tanto, el proceso evaluativo y, de manera más específica sus resultados, permitirían al profesor no sólo visualizar la evolución de cada niño con respecto a su aprendizaje, identificar sus necesidades y detectar sus dificultades sino que, a su vez, le permitiría establecer relaciones entre estas dificultades y las concepciones y prácticas docentes a partir de las cuales se enseñaron. Es decir, la evaluación permitiría no sólo ‘contar’ los aprendizajes sino que también promoverlos, recuperando su más pleno sentido formativo, dado que los profesores no sólo podrían analizar las dificultades propias del contenido disciplinario y/o la pertinencia de los medios e instrumentos seleccionados, sino que también les facilitaría la identificación de los supuestos, creencias y conocimientos que los están informando.

Este ejercicio requiere que los profesores desplieguen sus capacidades metacognitivas y desarrollen un proceso reflexivo de autoevaluación sostenido en el tiempo, por medio del cual pueden obtener información relevante sobre estos aspectos. Ello, porque toda práctica en cualquier contexto es una experiencia provisoria y, como tal, debería estar sujeta a análisis y revisión sistemática a partir de detectar y reflexionar críticamente acerca de su sentido y sus efectos. Asimismo, porque favorece el desarrollo de procesos formativos a partir de la reflexión constante, lo que permite tanto la inmersión de los profesores en su mundo de concepciones como la visibilización de sus propias prácticas, apoyando su transformación de manera razonada, pertinente y viable (Stenhouse 1998).

En definitiva, este proceso reflexivo les ayuda a reorientar y determinar el curso de la enseñanza y de la evaluación, implementando las acciones pedagógicas suplementarias tendientes a apoyar a los estudiantes en la superación de los problemas y dificultades detectadas, más que a penalizarlos por sus debilidades (Martínez 2004; Durán 2001; Montero 2001).

Si se explicitaran las concepciones que informan las prácticas evaluativas, los profesores podrían descubrir la heterogeneidad de concepciones que están orientando sus prácticas e instrumentos evaluativos, los que suelen ser muy diversos y, en ocasiones, opuestos. Al respecto se puede mencionar, a modo de ejemplo, que muchos profesores creen que la aplicación de pruebas estandarizadas constituye un buen procedimiento para conocer lo que los estudiantes saben. Otros, sin embargo, sostienen que estas pruebas anulan las subjetividades de los estudiantes e impiden valorar sus aportes para una mejor comprensión de los complejos problemas asociados a las tareas de enseñar y aprender (Eisner 1998). Asimismo, algunos profesores creen que la evaluación debe privilegiar la creatividad o la capacidad analítica de los estudiantes; otros creen que es importante identificar la exactitud de las respuestas o el progreso alcanzado acorde con los objetivos prescritos (Torrance et al., 1998). Estas creencias revelan concepciones sobre enseñanza y evaluación totalmente antitéticas que producen efectos también opuestos en los estudiantes, que los alienan o los emancipan.

De lo anterior se deduce que los profesores someten a sus estudiantes a procesos evaluativos cuyo sentido estaría informado primordialmente por sus concepciones y preferencias, sin atender a la naturaleza del contenido a evaluar o las características, dificultades y posibilidades de los estudiantes y del contexto en el cual se desarrollan.

Esta situación acarrea efectos importantes en los estudiantes, algunos de los cuales pueden traer consecuencias bastante críticas y desfavorables para ellos. Una de las más sustantivas está referida a la imagen de sí mismo que se construyen, la que puede ser distorsionada y/o generar sentimientos de sobrevaloración, dependencia o inseguridad, obstaculizando, así, la construcción de su identidad personal. Al respecto, es necesario precisar que la identidad y autoestima de los estudiantes se ven afectadas en gran medida por sus éxitos y fracasos escolares (objetivados en los resultados de las evaluaciones), pues estos se constituyen como “los nutrientes principales en el desarrollo de la personalidad” (Litwin 2005).

Se podría deducir que la evaluación constituye para los estudiantes, no sólo una actividad administrativa que acredita el nivel de sus conocimientos, sino que representa una experiencia personal y emocional de efectos substanciales y de largo alcance, dado que condicionarán el desarrollo de sus habilidades necesarias para progresar debidamente en su itinerario escolar, determinarán su futuro escolar e incidirán fuertemente en la construcción de sus identidades (Litwin 2005; Earl et al, Mahieu 2003). Ello, porque los procesos escolares constituyen los caminos por los cuales transitan los estudiantes en pos del encuentro con experiencias que los interpelen e interroguen y que, en el proceso de su develamiento, construyan sus subjetividades (Frigeiro 1998).

            Asimismo, la creencia de otros profesores referida a que los estudiantes provenientes de los sectores de mayor vulnerabilidad carecerían de bienes materiales y simbólicos, les induce a bajar sus expectativas respecto de sus posibilidades de éxito, lo que incide poderosamente en su rendimiento (Duschatsky 1999). Ello podría conducir a que muchos estudiantes con bajas calificaciones llegaran a pensar que el éxito en la escuela es un privilegio de algunos, de aquellos supuestamente mejor dotados y/o con menos limitaciones, aun cuando podría ser el resultado de procesos evaluativos mal diseñados o indebidamente desarrollados. Asimismo, podrían sentirse excluidos o marginados anticipadamente de la escuela, lo que podría conducirlos, finalmente, al fracaso escolar y eventualmente a la deserción, con todas las secuelas negativas que esto implica para su futuro educacional y laboral. Los resultados alcanzados por los estudiantes, en consecuencia, no sólo constituirían un reflejo de sus niveles de comprensión o de los obstáculos epistemológicos que les impiden comprender determinados contenidos, sino que también revelarían las concepciones sustentadas por los profesores acerca del sentido y naturaleza de la evaluación y las racionalidades que las informan (Litwin 2005; Durán 2001; Gómez Chacón 2000).

Racionalidades que orientan la evaluación. Es posible identificar dos concepciones de enseñanza con finalidades acordes con la racionalidad que la informan: la técnico-instrumental y la formativa-emancipadora. Desde la racionalidad instrumental, la enseñanza constituye un camino para solucionar los problemas educativos mediante la aplicación de técnicas y procedimientos que se justifican por su capacidad para conseguir efectos y resultados deseados. Los estudiantes son considerados meros receptores pasivos de información, la que deben reproducir lo más fielmente posible, constituyéndose, por lo tanto, en simples objetos de acciones técnicas planificadas (Prieto 2005). Los profesores son los encargados de entregar y distribuir la información, de manera tal que les permita realizar un adecuado control de su “apropiación”. La evaluación se conceptualiza como un proceso técnico de “certificación de los productos o resultados de aprendizajes planteados en programas y planes oficiales” (Palau de Mate 2005: 98). Es decir, se le asigna la función de control, selección, jerarquización y acreditación, a partir de la medición del nivel de aprendizaje de los estudiantes. El testimonio de un profesor reportado en un estudio acerca del tema lo confirma: “Yo establezco ciertos objetivos y después pongo una marca para saber cuánto han producido los niños al respecto” (Torrance et al., 1998)

Desde la racionalidad formativa-emancipadora, la enseñanza se entiende como la implementación de una amplia y diversificada gama de experiencias formativas, sustentadas sobre el conocimiento personal de los estudiantes, modos de pensar y contextos que los enmarcan. De este modo, representa el camino que propicia el desarrollo de las habilidades cognitivas y sociales de los estudiantes que los volverán personas autónomas y conscientes de sus responsabilidades sociales (Freire 2002; Eisner 1994; Carr 1999). Los estudiantes son considerados sujetos centrales y protagonistas de sus propios procesos de desarrollo, a partir de su activa y sostenida participación. El profesor se convierte, por lo tanto, en un facilitador de las condiciones y oportunidades para que los estudiantes aprendan a pensar por sí mismos y se les faculte para tomar sus propias decisiones (Freire 2002; Darling-Hammond 2001; Shor 1992). La evaluación, denominada auténtica, enfatiza la función formativa del proceso educativo y se constituye como una práctica tendiente tanto a conocer el nivel de comprensión de los estudiantes y nivel de desarrollo de habilidades y destrezas propias de un determinado contenido enseñado como a reflexionar acerca de las prácticas implementadas por los profesores, detectando y explicitando los fundamentos epistemológicos que las orientan.

Resulta interesante mencionar un estudio que consigna expresiones de algunos profesores a partir de las cuales se puede inferir una comprensión de evaluación como proceso formativo y, por lo tanto, como un medio que proporciona información para tomar decisiones encaminadas a mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje. Así lo revelan las palabras de un profesor de  un estudio: “La evaluación no está ligada necesariamente a lo que el niño está haciendo, sino que debemos conocer cómo puede seguir adelante y cuáles son sus necesidades especiales” (Torrance etal.,  1998). Otro profesor sostenía en ese mismo estudio: “Yo trato de ser lo más positivo que puedo. Si no han comprendido, les digo que haremos un nuevo intento, que yo podría intervenir y ayudarlos verdaderamente a hacerlo de nuevo (ibídem 36). Otros profesores incorporan la perspectiva multidimensional del proceso educativo, lo que les permite aprehender la riqueza y profundidad de los aprendizajes, conceptualizando ‘evaluación’ como un proceso dinámico e interactivo de construcción conjunta de conocimiento, tal como lo confirman las siguientes expresiones: “Es muy importante conocer lo que en realidad saben los niños, suponemos que son del tipo promedio, pero muchas veces ellos nos sorprenden y saben mucho más de lo que se le ha enseñado” y de esta manera “Ellos (los estudiantes) avanzan y retroceden, pero lo que importa es el conocimiento que uno construye con los niños (Torrance et al.,1998).

Dada la existencia de estas racionalidades y sentidos diversos respecto del proceso evaluativo es posible entender que existan evaluaciones del aprendizaje y evaluaciones para el aprendizaje: las primeras controlan el nivel de aprendizaje de los estudiantes, las segundas los favorecen, dependiendo de las concepciones y prácticas de los profesores (Stiggins 2006). Mirado desde otra perspectiva, estas significaciones podrían establecer una distinción entre los profesores que creen que deben enseñar para evaluar y aquellos que creen que evalúan para enseñar mejor (Bolívar 2000). De lo anterior, se deduce la importancia de conocer las concepciones que están orientando las prácticas evaluativas de los profesores de manera de comprender su sentido y objetivos.

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