Conceptualizando las prácticas evaluativas
La eterna pregunta ‘¿Esto lo van a pedir en el
examen?’ deja en claro lo que realmente importa en el mundo de la enseñanza y
el aprendizaje. Aunque las nobles declaraciones sobre objetivos, las
innovaciones curriculares, las pedagogías creativas y los nuevos materiales
didácticos encierran grandes promesas para el aprendizaje de los alumnos, lo
que realmente influye en lo que los maestros hacen en el aula viene determinado
por las resoluciones sobre la evaluación del aprendizaje. Si se tiene en cuenta
lo ocurrido con todos los movimientos de reforma educativa de los últimos diez
años, cuyo objetivo era preparar a los alumnos para que llevaran una vida
productiva como ciudadanos del siglo XXI, puede decirse que son las modalidades
de evaluación del aprendizaje las que, más que ningún otro factor, permiten o
impiden el progreso hacia esas reformas.” (Wasserman, 1994)
Álvarez Méndez (2001), expresa que se conceptualiza
y se interpreta la evaluación con significados diferentes, que sus usos
son dispares, que las intenciones son diversas, aunque todos hablemos y
actuemos en nombre de una evaluación de calidad. Por ello, este autor sostiene
que introducirnos a las prácticas evaluativas sin mayores
reflexiones, sin referencia a marcos conceptuales, a los contextos sociales, al
momento histórico, a los intereses que responden podemos hacer que prácticas
pretendidamente transformadora sean sólo prácticas reproductoras.
Las prácticas de la evaluación en las últimas
décadas del siglo XX han adquirido mayor importancia en el campo educativo.
Pero, dice Litwin (2005) que esta valoración de la evaluación tiene como
resultado una “patología” porque:…muchas prácticas se fueron estructurando en
función de la evaluación, transformándose ésta en el estímulo más importante
para el aprendizaje. De esta manera, el docente comenzó a enseñar aquello que
iba a evaluar y los estudiantes aprendían porque el tema o problema formaba una
parte sustantiva de las evaluaciones.
En este sentido, es que esta autora sostiene que el
interés por conocer se cambia por el interés por aprobar y por ello, los
alumnos estudian no para aprender, sino para aprobar. Desde esta perspectiva
sostenemos, como lo hacen Wassermann (1994), Lipman (1998), Álvarez Méndez
(2001), Litwin (2005), Palou de Maté (2005), que evaluar no es medir,
clasificar ni examinar o calificar porque estas son actividades instrumentales de
las que no se aprende. Las prácticas
evaluativas son prácticas de aprendizaje y de enseñanza. Además, Litwin
(2005) expresa que los docentes deben recuperar el lugar de centralidad de la
evaluación con respecto a la información que genera en cuanto a la propuesta de
la enseñanza. Por ello, señala que lo patológico de la evaluación es que sólo
informe respecto de los aprendizajes de los alumnos y que los docentes
estructuren las actividades según lo que van a evaluar.
Es así que la evaluación ocupa un lugar importante
en las prácticas de la enseñanza porque las constituye “mediando el
encuentro entre el proceso de enseñar y el de aprender.” (Palou de
Maté, 2005).
Desde esta perspectiva, las prácticas
evaluativas le atribuyen valor a las prácticas que ponen en acto los
docentes y dan cuenta de cómo aprenden los alumnos. Por lo tanto, la evaluación
“implica juzgar la enseñanza y juzgar el aprendizaje.” (Litwin,
2005).
Palou de Maté (2005) sostiene que haciendo un
rastreo del concepto de evaluación el que aparece con mayor fuerza es el que
deviene de la Revolución Industrial. Por ello, muchas veces no en forma
explícita, las prácticas evaluativas se articulan con el sistema productivo, en
tanto que a través de éstas se verifican los resultados obtenidos en función de
los objetivos prefijados. “La connotación ideológica está ligada al
ámbito de control administrativo, esto es, tiene un carácter técnico que
con métodos e instrumentos intenta dar cuenta y rendir cuenta.”(Palou
de Maté 2005)
Consideramos que es aquí donde se presenta un gran
conflicto porque la evaluación se convierte en sinónimo de acreditación, de
certificación, alejándose del lugar de enseñanza y de aprendizaje tanto para el
docente como para el alumno.
Se parte de premisas “hay que examinar” antes de
reflexionar acerca de qué es evaluar. Dice Álvarez Méndez (2001) que
tenemos que evaluar para conocer.
Interpretar
la evaluación, así, implica reconocer cómo aprenden los alumnos, las posibles
maneras de comprender tanto de los docentes como de los alumnos.
Este proceso de reconocimiento es un proceso de
conocimiento. Por ello, Litwin (2005)
sostiene que la evaluación no es la última etapa ni es un proceso permanente
porque tiene que ver con el lugar de la producción del conocimiento y con la posibilidad
del docente de intervenir en ese proceso. Además, agrega, que se desvirtúa el
sentido del conocimiento al transformar las prácticas de la enseñanza en una
constante de evaluación.
No todo lo que se enseña debe convertirse
automáticamente en objeto de evaluación. Ni todo lo que se aprende es
evaluable, ni lo es en el mismo sentido, ni tiene el mismo valor.
Afortunadamente los alumnos aprenden mucho más de lo que el profesor suele
evaluar. (Álvarez Méndez 2001)
Por lo tanto, entendemos que la evaluación tanto
para el alumno como para el docente es conocer, es contrastar, es dialogar, es
indagar, es argumentar, es deliberar, es razonar, es valorar, discriminar
porque es parte del proceso de enseñanza y de aprendizaje. Quien evalúa aprende
a intervenir intencionalmente para comprometerse con el proceso de aprendizaje
de quien aprende. Es por esto que, desde las dimensiones éticas y políticas,
surgen preguntas como: ¿Al servicio de quién están las prácticas evaluativas
que se ponen en acto? ¿Qué fines persiguen estas prácticas? ¿Qué usos se les va
a dar a la información que se obtienen en esas prácticas evaluativas?
En la perspectiva ética, la evaluación tiene que
ver con prácticas de intervención intencional en las que se ponen en juego
dimensiones que no aparecen cuando tratamos la educación desde un punto de
vista técnico. (Álvarez Méndez, 2001).
Desde la raíz epistemológica la evaluación tiene
que ver con la noción de valor, en tanto las dimensiones éticas y políticas
atraviesan las prácticas evaluativas. Cuando se decide qué evaluar, cómo
evaluar, cuando se dice que está correcto, incorrecto o está bien, está mal se
instalan las dimensiones éticas y políticas. Por ello, ante la intervención y
para que lo ético y lo político de las prácticas evaluativas no queden ocultas
surgen preguntas como: ¿qué valores implican determinadas prácticas
evaluativas?, ¿a qué políticas responden?, ¿qué recortes arbitrarios se
realizan? El planteo de estos interrogantes implica la búsqueda de la
comprensión de este campo conflictivo y polémico que es la evaluación e
implican comprender la naturaleza del poder que guía las prácticas evaluativas.
Mirar qué le pasa al sujeto al ser evaluado, cuál es nuestra responsabilidad en
ese acto, es “mirar las consecuencias morales del acto de evaluar”.
(Litwin, 2005). Señala cinco
principios de las prácticas de la enseñanza que trabaja Jackson (2002) para
recuperar el sentido moral de la enseñanza:
1-Ser
justo en el trato.
2-Dominio
de la disciplina.
3-Señalar
los errores y los aciertos.
4-Reconocer
los errores propios.
5-Corregir
y entregar a tiempo los trabajos.
Al marcar estos principios Litwin sostiene que
recuperar el sentido moral de la enseñanza hace que la evaluación genere
procesos comprensivos. Palou de Maté (2005) remarca que por ser una práctica
humana la evaluación, también, posee una dimensión política que está ligada al
ámbito del poder.
Por lo expuesto y siguiendo a Lipman (1998) podemos
decir que las prácticas evaluativas son juicios acerca de los procesos de la enseñanza
y del aprendizaje.
De la enseñanza porque nos hablan de las formas en
que los docentes enseñan los recortes disciplinarios que realizan y del
aprendizaje porque, esos juicios nos informan acerca de cómo aprendieron los
alumnos. Es decir, que los docentes cuando evalúan realizan juicios sobre sus
prácticas de la enseñanza, fundamentan su pensamiento, porque un juicio es una
determinación que se basa en criterios.
Lipman (1998) sostiene que un pensamiento que
emplea criterios y evaluaciones que apelan a criterios es un pensamiento
crítico. “El pensamiento crítico es un compromiso intelectual y ético
que insiste sobre los estándares y los criterios mediante los cuales se
diferencia de lo que sería un pensamiento acrítico.” (Lipman, 1998)
Un pensamiento acrítico es desorganizado, amorfo, azaroso, inestructurado, no
fundamentado, con muy escaso interés y preocupación por su validez o por la
posibilidad de que sea erróneo. En cambio, como ya dijimos, el pensamiento
crítico se basa en criterios, o sea que está fundamentado, estructurado y
refuerza el pensamiento.
Concordamos con este autor que los criterios son razones
que describen o evalúan las decisiones y que si en la práctica cognitiva como
en otras prácticas médicas, judicial, arquitectónica, etc., esas razones son
explicitadas y acordadas “es una forma
de establecer la objetividad de nuestros juicios prescriptivos, descriptivos o
evaluadores” y se estará “aportando
modelos de responsabilidad intelectual, los profesores/as invitan a sus
alumnos/as a asumir responsabilidad hacia su propio pensamiento y, en un
sentido más amplio, frente a su propia formación.” (Lipman 1998)
Los
criterios son instrumentos para coordinar las prácticas evaluativas, porque
hacer explícitos los criterios aumenta la confiabilidad y la validez de la evaluación,
permitiendo que los alumnos sepan cuáles son las expectativas de los docentes
respecto de sus aprendizajes. (Wassermann, 1998).
De esta perspectiva, las prácticas evaluativas
puestas en acto en el aula posibilitan que los docentes profundicen los
conocimientos acerca de la enseñanza y no se instalan en la seguridad del
sentido común que conforma su saber práctico. Evaluar desde el lugar de
experticia que le da ese saber práctico es juzgar desde el prejuicio. Y, evaluar
desde el prejuicio es corroborar la calificación que se anticipa a la
evaluación.
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