La evaluación del aprendizaje:
¿Estímulo o amenaza?
La evaluación del aprendizaje, al decir de González (1999): “es la actividad
cuyo objetivo es
la valoración del proceso y resultados
del aprendizaje
de los estudiantes,
a los efectos de orientar y regular la enseñanza para el logro de las finalidades de formación” (p. 36). Ello nos revela que, mientras el objetivo está asociado a juzgar la valía
del aprendizaje en sus aspectos
generales y particulares, la valoración de logros y
necesidades tanto de estudiantes como de
maestros durante el proceso
de
enseñanza-aprendizaje,
los fines sin embargo, marcan sus propósitos formativos en correspondencia con el papel de la educación.
Estos fines, marcan precisamente la tendencia
de las direcciones de las funciones
de la evaluación en los últimos años, que
van desde:
la comprobación de resultados, de criterios academicistas
y
acreditativos a, funciones de dirección, sociales y formativas respectivamente.
Ello demuestra
que, sustentado en el desarrollo
alcanzado en los últimos tiempos por la genética, las neurociencias, la lógica, la psicología, la cibernética
y las tecnologías
de
la información, han
tomado
fuerza el cognitivismo, el constructivismo, el humanismo y las tecnologías educativas, influyendo todo esto en las direcciones
pedagógicas, así como en el objeto, las concepciones, los criterios y las prioridades de la evaluación.
La definición del objeto, del tipo de evaluación
que se
realiza,
del soporte analítico, de
las concepciones asumidas y de los
métodos utilizados, están sujetos a las políticas públicas, institucionales y de cada centro
en particular. En estas cuestiones
descansan
los criterios más generales y particulares de cómo debe
ser conducido y ejecutado el proceso
evaluativo. Consecuentemente, aparecen diversos enfoques: cuantitativistas, cualitativistas y naturalistas
(García, 2003).
A pesar de las afinidades y divergencias
entre estos, la tendencia contemporánea apunta hacia una mayor preocupación por el carácter ético, democrático y flexible de la evaluación, así como por el respeto a la pluralidad de criterios, incluyendo el de los propios estudiantes.
Muchos han
sido los autores
que
han analizado
el desarrollo de la evaluación
en
las
distintas sociedades, valorando
y sugiriendo las pautas
que deben seguir las
autoridades gubernamentales
y
educacionales (Weiss, 1991; Norris, 1990). Con frecuencia ello ha servido para
cuestionar
la profundidad de las investigaciones
evaluativas
realizadas,
así
como la credibilidad y efecto del proceso evaluativo; llegándose
a plantear acertadamente, la necesidad de evaluar las evaluaciones (Patton, 2002; Stufflebeam,2000). Pero las mejoras
no llegarán, mientras el personal
docente no esté
dispuesto
al cuestionamiento crítico y profesional,
a fin de replantearse criterios y concepciones
nuevas,
y debidamente
entrenado para llevarlas a la práctica.
Muchos
maestros, asumen frecuentemente posiciones acríticas con relación
a la evaluación;
no todos están dispuestos
a reconocer sus insuficiencias conceptuales y
limitaciones al evaluar. De acuerdo con Fariñas (1999)., casi siempre “consideramos los hechos
como parte
del pecado de
los estudiantes,
entonces
nos sentimos víctimas, pero casi nunca victimarios”.
Esto no deja de ser paradójico. Muchos maestros guardamos, tanto felices como amargas vivencias de nuestras
vidas de estudiantes. Un análisis valiente, retrospectivo e introspectivo
de nuestras propias vidas de aprendices, suele ser muy útil, a la hora de determinar ante qué profesores,
asignaturas, evaluaciones
y
exámenes nos sentimos amenazados alguna vez ¿Qué factores influyeron e influyen?
Toda amenaza, generalmente proviene del autoritarismo, del
criterio único; rasgos
tan antiguos como
los sistemas
de gobierno
y la humanidad misma. La evaluación del aprendizaje, actividad que encuentra sus raíces y evolución en el propio desarrollo histórico-social de la humanidad,
no ha estado a salvo
tampoco del exceso de autoridad
ejercido
por algunos
sistemas
educacionales
y maestros.
Tal postura, se revela
como una filosofía del poder que llegó a la educación a través de la escolástica desde los siglos XII y XIII. Su carácter unidireccional y rígido que aún perdura, lesiona el carácter
humanista y democrático de la
evaluación, con graves consecuencias para
el desarrollo de la
personalidad de
los estudiantes, fundamentalmente en lo concerniente a la significatividad y las motivaciones
para aprender.
¿Cuántas cosas logramos con éxito sin estar motivados? Como sabemos, los motivos son la causa y resorte que promueve inquietudes e interés por algo que hacemos, ellos nos condicionan
psicológicamente y animan para ejecutar las tareas con interés y diligencia. “La motivación está
estrechamente relacionada
con la actividad intelectual y formativa que genera el
proceso de enseñanza-aprendizaje” (PEA) (Zilberstein, 2002), y contiene el aspecto dinámico, de
impulso para
el logro. Tanto los aprendizajes como las evaluaciones que de ellos se hace, con una concepción desarrolladora, están concebidos sobre la base de tres dimensiones
estrechamente relacionadas: la activación, la significatividad y la motivación por aprender. En tanto, los niveles alcanzados en dicha relación, determinará que nos sintamos estimulados o incitados para obrar y alcanzar aprendizajes desarrolladores.
No podemos obviar que,
“el éxito pedagógico en
este sentido
dependerá, en
gran medida, del hecho de que los motivos que logremos se asocien
al objeto de la actividad, es decir a la asimilación de los conocimientos que den respuestas a sus necesidades... Un aprendizaje eficiente de las ciencias
requiere de un sistema de motivaciones internas” (Zilberstein, 2002).
Un buen
comienzo,
sería
estudiar
los fundamentos psicológicos de la enseñanza (Rodríguez. M,
1999). Pues un aspecto clave,
radica
en
la necesidad
de condicionar
mejor el entorno
social, el clima psicológico escolar,
y por
tanto, las relaciones
que se establecen en las clases con los estudiantes:
los ambientes de aprendizajes, de los cuales es el maestro
su principal responsable. Una
relación de trabajo cooperado
y colectivo es imprescindible; constituye ni más
ni menos,
la esencia misma de la ley general
de la formación y desarrollo de la psiquis humana, formulada por Vigotski.
La significación que tiene
para los estudiantes lo
que aprenden en
las aulas,
está
asociada a
los sentimientos, valores, motivaciones, propósitos y expectativas personales (Leontiev, 1976; Ausubel, 1979) que se han logrado formar. Tampoco puede olvidarse que los procesos que intervienen en la toma de conciencia
por parte
de los alumnos, garantizan la autorregulación
del aprendizaje; componente
metacognitivo presente en la activación-regulación (Burón, 1990; Zilberstein, 2002).
¿Podemos despojar a la evaluación de todos estos preceptos teórico-metodológicos?
La evaluación
es parte del proceso de asimilación y es uno de los eslabones del
contenido del sistema de dirección
del PEA. Cualquier examen,
no
es
más
que
una
situación o tarea dirigida al
aprendizaje. De ahí que, las
concepciones adoptadas para evaluar, deban estar íntimamente
conectadas con el resto de las acciones desarrolladas en las aulas.
Consecuentemente, cada evaluación debe partir de
una adecuada
definición y taxonomía
de los objetivos,
conectando estos
a
las
necesidades
e intereses generales y
particulares de aprendizajes.
Ello contribuye
a
elevar la disposición
de
esforzarse,
de mejorar, de dar
salida a la creatividad y a
las potencialidades individuales de nuestros estudiantes.
Y es que, se ha reconocido la necesidad
de “personalizar más la enseñanza” por una “didáctica del desarrollo” que apunte más a las “Habilidades Conformadoras
del Desarrollo de la Personalidad”
(Fariñas, 1999.).
En tanto, personalizar
las evaluaciones hacia una promoción del potencial de desarrollo de cada alumno. Pero tal potencial
toma su expresión real sólo si son activadas las motivaciones más
intrínsecas de cada estudiante, traduciéndose entonces
en verdaderos estímulos para aprender más y mejor.
Obviar las diferencias de motivaciones, vocaciones, objetivos personales y
niveles de desarrollo de nuestros estudiantes, impide que construyamos situaciones particularmente interesantes en los exámenes, atentando contra el interés por estudiar de los alumnos. De acuerdo con Fariñas (1999,), “¿no
resulta un contrasentido obligar a estudiantes
interesados y no interesados a realizar un mismo examen?”, ¿acaso ello
no genera cierta compulsión?
El genial Albert Einstein, confesaba en
su biografía de 1949:
“Me asustaba tanto esa compulsión que por todo un año después de rendir un examen
final me envenenaba cualquier meditación sobre
problemas científicos”. Y concluía: “Es casi un milagro que
los métodos de
enseñanza y los tipos de exámenes que
enfrentaba, no hayan asfixiado por completo mi santa curiosidad, pues esa
tierna plantica
exige además de estimulación, primero que todo libertad, sin estas muere irremisiblemente” (Tomado del Libro: Einstein;
vida, muerte, inmortalidad,
de Kuznetsov, ed. Progreso, 1990).
¿Acaso puede resultar riesgoso, imposible o insólito que, una vez definidos los objetivos particulares
y generales
del
programa analítico, los niveles mínimos de
desarrollo a lograr, e identificadas
las insuficiencias sistemáticas,
le consultemos a nuestros
estudiantes (previamente agrupados por
preferencias futuras y profesionales), sobre cuáles temas
y aspectos estudiados quisieran que se profundizase o elevase
el rigor en el examen? ¿O pedir elaborar un proyecto de examen
desarrollador, que posteriormente deberían
defender con suficientes fundamentos?
De hecho, no consideramos que
los exámenes
de papel
y lápiz deban ser sustituidos
por ser incapaces de abordar, revelar o permitir emitir un juicio valorativo objetivo acerca
del desarrollo
del aprendizaje de los estudiantes. Lo necesario, innovador y productivo es cambiar la concepción con que estos instrumentos
son
elaborados , creando
alternativas y
opciones que permitan
atender los distintos
intereses
y niveles de desarrollo alcanzado
por los alumnos.
Resulta
necesario
comprender que, la concepción y pertinencia del diseño (contenido y forma) de dichos instrumentos, no sólo contribuye a estimular y desarrollar los aprendizajes, sino además, facilita incluso que puedan ser medidos
con mejor precisión los indicadores de aprendizajes previstos.
De acuerdo
con Gabriel Molnar (2000), los instrumentos
evaluativos
deben
ser generales y flexibles,
para permitir su adecuación en función
de las situaciones a resolver y de los diferentes aspectos del alumno y a partir del alumno mismo. Ellos deben
establecer verdaderos retos al aprendizaje, contribuir a la búsqueda de conocimientos y al mejoramiento de estrategias y métodos de estudio. La ausencia de
estos elementos, es una de las causas por las cuales, a las pocas semanas de rendir un examen
se han olvidado los contenidos y habilidades que se aprendieron. Desde esta
perspectiva, el examen
se convierte en una actividad interesante y por tanto, en una situación educativa.
Las evaluaciones rígidas, estereotipadas y
facilistas, pueden dar autoridad a quienes la ejecuten, pero
no
respeto
moral, pueden cumplir los compromisos de
promoción, pero
no los compromisos
de aprendizaje contraídos con nuestros alumnos,
pueden asegurar la planificación evaluativa
de un programa, pero jamás el estímulo para el desarrollo personal y la
gratitud de
los que
desean
aprender verdaderamente.
Pero sin
dudas, la evaluación no
es
un momento
o
examen en particular, sino
un proceso sistemático y dialéctico, que requiere de ser complementado por el uso adecuado y racional de las diversas técnicas y alternativas evaluativas existentes (Hamayan, 19959); (Huerta, 1995); (Zabalza, 1991); (Eisner, 1993). Que por demás,
deben encontrar pertinencia con las particularidades de cada asignatura, disciplina y perfil curricular.
La variedad
de técnicas e instrumentos es una necesidad en
la atención a las particularidades de
cada asignatura
o disciplina y a la diversidad psicológica
de los aprendices,
sin que ello invalide el clima de trabajo afectivo entre alumnos y maestros, pues
esto, como diría Piaget, “compromete la alegría de trabajar y a menudo la confianza mutua” (González, 1999).
Otras causas también lesionan la motivación ante las evaluaciones e
impiden que estas sean vía
de mejoramiento
del aprendizaje. Habitualmente, la evaluación en
las
aulas
se
lleva a
cabo
bajo
criterios exclusivos del profesor, sin dar suficientes
elementos que
permitan comprender a los alumnos cuales fueron esos criterios y como están
dimensionados, quedando
limitada la comunicación
a la información de las notas. Los estudiantes no tienen prácticamente
oportunidad de cuestionar,
de opinar, de implicarse, ni de comprender la trascendencia de los errores cometidos.
¿Podemos
pensar que un alumno, convencido de que sus criterios no tienen valor, carente de un espacio
para analizar
sus procedimientos y resultados
en las evaluaciones, pueda ser protagonista
de su aprendizaje? ¿Podrá sentirse estimulado entonces? Un proceso
evaluativo
que deja de ser “un proceso de diálogo, comprensión
y mejora” (Santos Guerra, 1993), y que consecuentemente no es participativo, no es capaz de influir favorablemente en los ambientes de aprendizaje.
El clima que genera la evaluación en las aulas es dependiente de cómo el maestro
ha conducido el PEA. De
acuerdo con Gimeno (1998): “De alguna manera la enseñanza se
realiza en un clima de evaluación, de control, sin que necesariamente deba manifestarse en procedimientos formales, que por otro lado son muy frecuentes”.
Otras cuestiones refuerzan las tensiones del
proceso: La inmediatez
con que el profesor tiene que realizar los cortes
evaluativos, la sociedad que gusta de buenos resultados, los padres
que exigen buenas calificaciones
y las instituciones escolares que reconocen la calidad
del
aprendizaje en resultados
cuantitativos elevados, aunque no se cuestionen habitualmente aquellos criterios que definen y determinan dicha calidad
ni de las evaluaciones aplicadas,
por lo que
el saber
real
es
habitualmente una gran interrogante.
Sin embargo, no son las nota (números) el centro de todo el problema.
De acuerdo con Hans Aebli (1989), destacado profesor de psicología
pedagógica en
la Universidad de Berna, “la medición cuantitativa de
un logro no
es
por sí misma incorrecta. Lo es
cuando a partir de esas
mediciones comenzamos a proyectar cosas que no están contenidas en ella, y cuando se espera de una cifra lo que no puede expresar” (González, 1999).
¿No disminuiría el rechazo y las tensiones si el análisis
de resultados, pasara de ser un momento formal,
sancionador y superficial para convertirse en
sesiones de intercambio
de experiencias,
de argumentos con estudiantes
y
directivos pedagógicos
en
torno
a
los
indicadores
de aprendizajes
y parámetros evaluados, argumentándose el tratamiento dado
y la correspondencia de
estos
con
dichos resultados?
De acuerdo con Ramírez (2004), “Lo que convierte a la evaluación en un castigo es, muchas
veces, la actitud del maestro/a que pretende infundir terror tanto en el tipo de examen,
como en la aplicación del mismo” ¿Todos los maestros que se desempeñan hoy
en nuestras aulas
pasaron
por un proceso
de selección?
¿Todos tienen vocación de educadores? ¿Todos son aptos
o adiestrados para enfrentar situaciones complejas y conflictivas como las que se asocian al aprendizaje y su evaluación? (tomado de http://www.campus-oei.org/revista/debates57.htm, 17/06/05).
Pero no podemos
culpar al maestro de
modo absoluto, de
todos
los desaciertos e
insuficiencias presentes en la práctica evaluativa. En los últimos años, la evaluación casi se ha convertido en una ciencia particular; han surgido nuevas concepciones, y modelos, y se han desarrollado experiencias acerca
de la evaluación,
sobre lo cual,
los profesores no están
suficientemente
actualizados. “Las dificultades
no están en las normativas sino en el personal
pedagógico que las aplica, que no tiene
la preparación necesaria para
romper los cánones tradicionales”( Castro Pimienta 1999). Ello nos
obliga
a encarar el asunto con una estrategia productiva y un sistema de acciones suficientes.
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