Es conveniente, antes de entrar en el análisis
de los conceptos asociados a la
práctica de la evaluación, realizar una aproximación histórica de la
evaluación del aprendizaje, como así
también prestar atención a algunos aspectos
relevantes. Los aspectos a
considerar entre otros son: el sentido de neutralidad de la
evaluación la evaluación como proceso, orientación y sentido de la evaluación
escolar, relación de la cultura escolar y la práctica evaluativa, la evaluación
como proceso y los factores que inciden en el proceso de evaluación.
Aproximación histórica.
Tomado del documento: “Evaluación del aprendizaje en
la enseñanza Universitaria”. Miriam González Pérez(2000) .Centro de Estudios para
Perfeccionamiento de la Educación Superior. Universidad de la Habana. Vol. N°
2, 9-11.
Toda actividad humana supone evaluación. Esta es una
parte consustancial de aquella, porque interviene en una función esencial: la
regulación de la actividad. Ya sea efecto de un control externo al propio
sujeto o los sujetos de la actividad de que se trate, o de una regulación
interna, o de ambas. Ya se trate, asimismo, de la actividad vista en un plano
más general en lo social, o más individual en el plano psicológico. En
cualquiera de los casos está presente la evaluación.
Desde
una perspectiva psicológica, la evaluación de sí, puede considerarse una de las
necesidades humanas más relevantes del individuo, porque está ligada a la
formación de su identidad. Desde etapas tempranas del desarrollo y a través de
su ontogenia se crea y manifiesta en el niño la necesidad de probarse, de
conocer sus realizaciones y
posibilidades, de conocerse a sí mismo, de ir conformando su auto concepto y
autoestima, mediante su relación con los otros, con los objetos de actividad,
consigo mismo, mientras aprende.
En la enseñanza, esto es, en las condiciones de una
actividad intencional y organizada a los efectos de producir determinados
aprendizajes relevantes para el individuo, la evaluación del aprendizaje de los
estudiantes por tanto los aspectos generales, esenciales, del proceso de
aprender, como las particularidades que le atribuye las condiciones de un
aprendizaje que se promueve en el contexto de la enseñanza. Estas
particularidades se tiñen de las problemáticas propias de la educación, de sus
instituciones, del papel de las mismas en la sociedad; así como de las
derivadas del proceso de enseñanza aprendizaje, su concepción y práctica, sus
requerimientos y fines, todo lo cual imprime a la evaluación determinadas
peculiaridades y complejidades y la hacen parte de la evaluación educativa.
Por otra parte, la posibilidad de concebir
actualmente la evaluación del aprendizaje como un campo de la evaluación
educativa, permite considerar aspectos teóricos y metodológicos, que por su
nivel de esencia son comunes y válidos para cualquier caso u objeto dentro de
dicho campo y tener en cuenta los aportes que se producen desde cualquier
esfera del mismo. De ahí las reiteradas referencias que se hace en el presente
trabajo, a la evaluación educativa en general al tratar la del aprendizaje, sin
ignorar la especificidad de esta.
Abordar, aunque sea a grandes rasgos, los hitos
fundamentales de la evaluación del aprendizaje permiten una mayor comprensión
del objeto y de su posible devenir
ulterior. En este abordaje debe tenerse en cuenta que bajo el término
evaluación del aprendizaje, se han contenido diversos significados en distintos
momentos e incluso en la actualidad. Las diversas significaciones y términos
son consecuencia lógica de su movimiento como concepto y de su vinculación
estrecha con otros términos y objetos de la realidad. La propia denominación es
de uso relativamente reciente y aparece asociada al concepto de
"evaluación educacional" que introdujo Ralph Tyler en la década del
30, en el campo educativo.
Durante un período relativamente largo la evaluación
del aprendizaje, más propiamente la del rendimiento escolar llenaba todo el
campo de la evaluación educativa. Hoy día éste es amplio. Abarca todos los
elementos componentes de la educación, las relaciones que se dan entre ellos,
los fundamentos, los fines y las funciones de la educación. Vale decir, todo lo
relativo a la educación se considera evaluable; desde los sistemas educativos y
su razón de ser, las instituciones educativas, los profesores, los directivos,
los alumnos, los currículos, hasta los estudiantes y su aprendizaje.
Esta ampliación del campo tiene lugar,
fundamentalmente, en la segunda mitad del presente siglo, a partir de los
trabajos que aparecen en la década del 60 y obedece a diversas condicionantes
de índole social, políticos, económico, científico. No obstante su conformación
científica, o más precisamente, la construcción de teorías de la evaluación
educativa aun es incipiente, aunque la literatura sobre el tema es abundante.
En este contexto de la evaluación educativa, la del
aprendizaje se mantiene como un asunto especial, sin perder la importancia que
se le concede, ni los retos que ha impuesto desde hace décadas. Incluso, se
puede considerar que la extensión del campo y la introducción de nuevas
problemáticas, redundan en un enriquecimiento del tema específico de la
evaluación de aprendizajes, ya que permiten ver con mayor claridad y precisión,
sus nexos con el sistema educativo y social donde se inserta y las
elaboraciones teóricas sobre el tema de la evaluación educativa amplían
conceptual y metodológicamente su estudio.
Aunque existen pocos textos que desde un punto de
vista teórico busquen reconstruir desde lo educativo la conformación histórica
de la evaluación del aprendizaje en la enseñanza universitaria, la información
disponible lleva a afirmar que la evolución de las propuestas pedagógicas ha
respondido, de modo importante, a demandas sociales que trascienden los marcos
de la enseñanza. La revisión de los orígenes históricos, permite constatar que muchas de las funciones
que hoy día se le asignan a la evaluación de aprendizajes, e incluso las que se
visualizan como predominantes, no están asociadas en su génesis, a necesidades pedagógicas,
sino de control y regulación social, entre otras. Resulta interesante, el hecho
de que la mayoría de las críticas actuales a la práctica evaluativa, se derivan
de esas funciones añadidas.
Lo
anteriormente dicho se ve, nítidamente, a través de la práctica del examen. De
hecho, la reconstrucción de la historia de la evaluación de aprendizaje, (y más
ampliamente, de la educativa) tiene que ver, necesariamente con los exámenes,
en tanto estos han ocupado con frecuencia el espacio de la evaluación y de
hecho parecen haber llenado una etapa en el desarrollo de la evaluación
educativa cuyas repercusiones se extiende hasta nuestros días. (González 2000)
Díaz
Barriga, (1993) afirma que el examen, no
surge, precisamente, en el escenario educativo. Aparece como un instrumento de
selección creado por la burocracia china
en el 2375 antes de nuestra era a los efectos de decidir quienes podían ocupar
determinados cargos públicos. En efecto,
el primer ejemplo de una técnica institucionalizada conocido, fueron los
ejercicios de competencia para la admisión a las oficinas públicas, a los que
podían acceder los ciudadanos del sexo masculino, de buena crianza que
disfrutaban de la más alta estimación. El examen, proporcionaba los hombres del
poder que constituían la jerarquía de los mandarines y a su vez, mantuvo una
tradición de erudición.
En este último sentido Judges (1971) apunta que en
los rasgos distintivos de este sistema se encuentran elementos que se hallan en
la práctica de los exámenes: “el poder de un sistema evolucionado y aceptado para
mantener cultura y tradición, su estabilidad como medio de control social, su
poder para racionalizar las funciones humanas y las normas de competencia, su
eficacia como un modo de dividir plausiblemente una población en agrupaciones
según el status”. Los exámenes de competencia pasaron de una dinastía a otra,
durante milenios, hasta su desaparición total en 1905.
En el antiguo mundo occidental, si bien la
clasificación competitiva (como en las contiendas atléticas en Grecia), la
práctica de la retórica y la alta consideración del poder de la persuasión y
elegancia de estilo, la inclinación por el debate y la controversia estaban
presente en el escenario educativo; no hay signos de la aplicación de un
sistema de exámenes “que hayan establecido listas de aprobados ni de métodos de
clasificación” (Judges, 1971).
De tal modo, los exámenes y también los grados eran
desconocidos en la Antigüedad y en los primeros tiempos de la Edad Media. Según
Durkheim, aparecen en la universidad medieval como producto de la organización
corporativa. Cuando los maestros se conforman en corporaciones, como cuerpos
cerrados, con reglas de funcionamientos que incluyen las regulaciones para la
admisión de nuevos miembros; los exámenes y los grados se constituyen en
instrumentos o medios que sirven para determinar las condiciones de los
aspirantes a tal fin.
Este hecho de cómo aparece el examen en el escenario
educativo universitario, resulta de particular interés. No son por tanto,
necesidades pedagógicas, del proceso de enseñanza aprendizaje, las que dan
lugar a la introducción y aplicación del examen en el ámbito educativo; ni sus
primeras prácticas como parte de la enseñanza estuvieron signadas por las
finalidades y funciones que le dieron
origen, como instrumento social de selección. El propio Durkheim (1938),
subraya que el examen, en el escenario educativo de la universidad medieval, se
realiza con la finalidad de mostrar la competencia adquirida por el alumno y no
como instrumento de certificación o de promoción: sólo accedían al examen
aquellos alumnos que estuviesen en condiciones de exhibir el aprendizaje
logrado de modo satisfactorio.
La fuerza que
toman las funciones de control, acreditación, comprobación de la
evaluación para la selección o promoción
de los individuos, y en virtud de ello,
su reducción a la práctica del examen (en cualquiera de sus formas), permiten
suponer que dichas funciones entran en línea con características de los propios
sistemas educativos y sus instituciones. Esto es, la instauración de dichas
funciones de la evaluación no responden solo a requerimientos sociales
“externos”, sino que se asientan en la práctica educativa porque encuentran un
espacio propicio: pueden responder a una lógica específica, propia del sistema
de enseñanza, sobre todo cuando está investida “de la función tradicional de
conservar y transmitir una cultura heredada del pasado y cuando dispone de
medios específicos de auto perpetuación” (Bourdieu et al., 1977), que le
confiere una inercia particular. En este sentido, la escuela legitima una
cultura dominante que beneficia a los sectores de mayor poder en la sociedad,
siendo el examen un instrumento que simplifica la realidad y dificulta el
aprendizaje.
El interés
por las cuestiones relativas a la evaluación del aprendizaje en la primera
mitad del presente siglo estuvo ligado al auge de los test y el desarrollo de
las ideas conductistas en la Psicología. La evaluación educativa de principios
del siglo se reducía a la medición del aprovechamiento de los estudiantes, con
énfasis en los productos o resultados finales del proceso, en el dominio de los
contenidos y con referencia a un normo tipo estadístico basado en la curva
gausseana.
Las ideas
psicológicas conductistas enriquecieron y fortalecieron la evaluación, tanto teórica
como instrumentalmente, pero sin representar variaciones significativas en su
esencia. A la luz de dichas ideas surgió y se enraizó la denominada Pedagogía
por objetivos, de fuerte repercusión en la práctica educativa y cuyo impacto se
extiende hasta nuestros días.
Bajo esta
concepción, los objetivos y la evaluación se constituyeron en componentes
priorizados del proceso de enseñanza aprendizaje, relegando en cierto sentido a
los demás elementos, incluso al contenido que fuese aspecto de consideración
central hasta entonces. Valorar el cumplimiento de los fines, del modo más
preciso, detallado y objetivo posible, se erigió en un principio ineludible y
en motor impulsor para la aplicación de vías y procedimientos técnicos que
posibilitaron tales exigencias. En su ayuda aparecen los enfoques importados de
la práctica productiva relativos a la planificación y control de los procesos
industriales y otros sectores laborales, que dio lugar al planeamiento
detallado del proceso de enseñanza, siempre en función de asegurar el logro de
los objetivos previamente concebidos y especificados. La evaluación continuó en
función de medir los resultados, parciales o finales, y cuantificar el
aprendizaje, aunque con un avance no despreciable: la valoración referida a
criterios. Estos criterios los aporta el modelo de los objetivos, es decir, el
patrón de referencia que antes se sustentaba en la distribución de resultados
según la curva normal, deja de ser lo esperado, lo deseable.
La lógica es
sencilla: la idea radica en reconocer que la enseñanza es una actividad
dirigida, intencional, por lo tanto no
espontánea (en tal caso se justificaría un resultado acorde con una
distribución normal. La intencionalidad de la enseñanza se expresa directamente
en la definición de metas u objetivos; su valoración tiene, por fuerza, que
remitirse a la consecución de los mismos, al grado en que estos son logrados.
En este sentido emerge una fórmula bastante conocida y pragmática: la calidad
aceptable se expresa en que el 90% de los estudiantes logre el 90% de los
objetivos planificados.
Los trabajos
del 60 amplían, como se dijo, el campo de la evaluación de modo sustancial. El
interés se desplaza al proceso y no solo importan los resultados. Estos
trabajos trascienden el campo de la evaluación del aprendizaje propiamente,
pero no lo excluye, porque la famosa distinción de Scriven entre evaluación formativa (orientada a la
mejora) y sumativa (centrada en el impacto y
los resultados del programa) surge referida al
aprendizaje aunque rápidamente se extiende a toda la evaluación educativa.
Como factores
que estimulan y amplían el campo de la evaluación educativa están, entre otros,
la necesidad de justificar programas educativos, la valoración del trabajo de instituciones educativas con
vistas a su financiamiento u otros efectos, el interés por el tema curricular.
Surge la justa reflexión sobre los propios objetivos
(la necesidad de cuestionar las propias metas), por lo que la evaluación no
puede restringirse a la comprobación de los mismos. Se subraya la importancia
del proceso y su evaluación, pero se va más allá (y atrás), hacia las
necesidades que están en la base de dichas metas, hacia el contexto que le da
sentido, hacia las estrategias que se seleccionan o prevén para su consecución.
Un modelo casi paradigmático es el conocido CIPP (Contexto, Input o entradas,
Proceso y Producto) propuesto por Stufflebeam (1981) para la evaluación de
programas educativos y que es extrapolable a la evaluación del aprendizaje, a
los fines de enriquecerla.
La reflexión sociológica y
filosófica, sobre todo los aportes de autores europeos, referidos a la
educación se pueden considerar trascendentes para el campo de la evaluación
educativa. La aparición y desarrollo de un enfoque pedagógico social, crítico
(Pedagogía Crítica), vinculado, en determinada medida a dichas ideas, intenta
al parecer, dar un vuelco en las concepciones y prácticas evaluativas, incluida
la del aprendizaje.
Los avances del conocimiento psicológico, en particular
los trabajos que se agrupan bajo el techo de la denominada Psicología Cognitiva
contemporánea, enriquecen el tratamiento de la evaluación del aprendizaje. Hoy
día sus aportes son muy considerados al fundamentar y definir el objeto de
evaluación del aprendizaje y en la elaboración de métodos y técnicas a tal fin.
Baste nombrar aspectos tales como la importancia de los conocimientos previos y
la valoración inicial (diagnóstico inicial) del aprendiz al inicio de un ciclo
de aprendizaje; el papel de la organización y estructuración de los
conocimientos en la calidad del aprendizaje; las estrategias de control y
autovaloración; algunos mecanismos del aprendizaje, entre otros temas de
trabajo, que son relevante para la evaluación.
El Enfoque Histórico Cultural, propugnado por L. S.
Vigotski (1966, 1987, 1988, 1989) y algunas de sus derivaciones relevantes
desarrolladas por sus seguidores, como la Teoría de la Actividad propuesta por
A. N. Leontiev (1982) y la Teoría de la Formación por Etapas de las Acciones
Mentales, de P. Galperin (1982, 1986), por solo mencionar algunos autores,
aportan todo un marco teórico y metodológico de singular importancia para el
estudio de la evaluación del aprendizaje. Valiosos trabajos sobre la formación
del autocontrol y la autovaloración de los estudiantes durante el proceso de
enseñanza aprendizaje; la denominada “evaluación dinámica” inspirada en el
concepto de zona de desarrollo próximo; el enriquecimiento de los indicadores
de evaluación del aprendizaje con las propuestas de cualidades de la acción da
cuenta del valor de dichos aportes.
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